Carlos Fazio
La esencia de la contrarreforma en materia de seguridad nacional que la semana pasada entró en la congeladora legislativa es la pretendida reglamentación y/o normalización del régimen de excepción y el estado de inseguridad radical instaurado el 1º de diciembre de 2006. Desde entonces, la democracia en pie de guerra de Felipe Calderón ha ido desembocando en un creciente proceso de militarización, paramilitarización y mercenarización de la vida nacional. El riesgo latente, ahora, es que del Estado autoritario conservador construido durante los gobiernos del Partido Acción Nacional se pase a un régimen cívico-militar legalizado, subordinado a la seguridad nacional de Estados Unidos.
La iniciativa enviada por el Poder Ejecutivo al Legislativo en abril de 2009 encarnaba una peligrosa militarización de la sociedad, con la consiguiente politización de las fuerzas armadas con base en el secreto y el mantenimiento del fuero de guerra. A partir de una rocambolesca teoría de los grises sobre guerra y paz, dicha iniciativa, profundizada ahora por aliados priístas, busca difuminar las fronteras y los límites entre seguridad pública y seguridad interior, lo que de facto implica entregar al Ejército y la Marina las funciones de Ministerio Público, con el riesgo de un deslizamiento hacia un Estado pretoriano.
A su vez, se busca otorgar al comandante en jefe de las fuerzas armadas un uso discrecional del estamento castrense con fines represivos, sin contrapesos ni controles institucionales (del Congreso, el Ifai, la CNDH, etcétera), lo que de aceptarse significaría el rompimiento del equilibrio entre el poder civil y el poder militar. Con eje en un pretendido proyecto nacional encarnado por el Ejecutivo, que lleva a una virtual personificación del Estado en el mandatario de turno, a quien se adjudicaría la preservación de la condición de la integridad, estabilidad y permanencia del Estado mexicano (ya no de la nación), se abre las puertas a un régimen dictatorial.
Otra vertiente de la militarización y centralización represiva en el Ejecutivo y el Consejo Nacional de Seguridad, con base en una declaración de afectación como eufemismo de estado de excepción, es la que busca dotar a los integrantes de las fuerzas armadas de la atribución de solicitar a jueces civiles la autorización de espiar, grabar, registrar e intervenir comunicaciones privadas a cualquier persona o grupo considerados en cualquiera de los 21 supuestos constitutivos de obstáculos a la seguridad nacional que consigna el artículo quinto. En la lista de causas o factores que afectan la seguridad nacional se encuentran delitos ya tipificados en el Código Penal Federal (traición a la patria, espionaje, sedición, motín, rebelión, terrorismo, sabotaje, conspiración) y se les agregan otros que exceden el listado y que podrán ser interpretados de forma abusiva dada su formulación ambigua o equívoca.
De aprobarse ese remedo de la Ley Patriótica estadunidense se profundizaría la criminalización de la protesta. En virtud de la interpretación discrecional del Ejecutivo y miembros del consejo, movimientos o conflictos de carácter político, electoral o de índole social podrían constituir un desafío o una amenaza a la seguridad nacional. Eso abriría la puerta a un mayor autoritarismo, con la consiguiente afectación de las libertades públicas, civiles y los derechos humanos.
La Ley de Seguridad Nacional tiene como fundamento una doctrina y una ideología. La doctrina de seguridad nacional de cuño estadunidense es una doctrina militar. Contiene una rigidez completamente militar: es una ciencia de la guerra. Fue concebida en el marco de la guerra de espectro total contra el comunismo y el terrorismo. Su esencia es contrarrevolucionaria, antisubversiva. Entre los elementos de esa doctrina figuran los objetivos nacionales. Ergo, el interés nacional o proyecto nacional son la finalidad de la guerra y la finalidad de la política, con la absorción de la política por la guerra. En esa perspectiva, no hay razón para que la nación se comporte de manera diferente de las fuerzas armadas. También desaparecen las fronteras entre la guerra y la diplomacia, entre política exterior y política interior, entre la violencia reservada a las fuerzas armadas y la acción no violenta del Estado. Borra la distinción entre violencia preventiva y violencia represiva. La seguridad no conoce barreras: es constitucional o anticonstitucional. Si la Constitución molesta, se cambia.
Cabe recordar que en la guerra sólo cuentan los golpes dados al enemigo (devenido en enemigo interno). Y poco importan los medios empleados, sean represivos, militares o sicológicos. Su valor o su oportunidad es cuestión de estrategia. La necesidad de la victoria salta o suprime restricciones o límites legales y constitucionales. Según esa doctrina, el Estado encarna la voluntad de la nación, con lo cual desaparece el equilibrio de poderes. Toda oposición supone anarquía, subversión. La doctrina de la seguridad nacional tiene amigos y enemigos. Y dado que es un Estado en tiempo de guerra (o de paz relativa, diría Alfonso Navarrete Prida), significa que no es sólo una democracia que hace la guerra, sino una democracia concebida en función de la guerra, sea ésta real, virtual o potencial. Así, la finalidad primordial de la nueva institucionalidad consiste en colocar la soberanía popular en manos de los militares.
Esa peligrosa fascinación por lo absoluto en clave castrense subyace en la iniciativa de Calderón. Sólo que el culto por la (in)seguridad calderonista fue construido para favorecer los privilegios y justificar el statu quo. El interés nacional sirve para negar o esconder los intereses de clase. Es la envoltura ideológica para ocultar un sistema de dominación y explotación vía las fuerzas armadas. Importada de Estados Unidos e impuesta por el Pentágono, la seguridad nacional de Felipe Calderón busca mantener sin alteraciones el funcionamiento de la economía de mercado y las instituciones de gobierno dadas… haiga sido como haiga sido.
Opinión: La Jornada
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